jueves, 18 de abril de 2013

LOS JARDINES DEL OTOÑO



1. LA MÚSICA Y EL ÁRBOL

 Ahora vagamos por Bosques Soberanos (Emily Dickinson)

 


            Un sonido inquietante se aposenta en nosotros,
Es la sombra de un ruido, fugaz como la brisa,
Como si una amapola luciera en los escombros
De un antiguo palacio rodeado de encinas.
            Sabemos que esa música no entró por los oídos
Ni siquiera sabemos si tiene melodía
Más allá de un acorde apenas intuido,
Hospedado en un cuerpo como el fuego en la pira…


            Recuerdo otros rumores más claros en la huerta.
Entonces conmovían. Quizá eran otros tiempos
Envueltos entre nubes de trinos y trompetas.
Y entonces lo escuché, y resonó por dentro.
            Pasa el tiempo y acaba pronto la primavera.
Y aquel sonido crece y se agitan sus ecos,
Que recorren sin forma y sin pudor se adueñan
De hasta el último poro que se oculta en el cuerpo.


            Después, cuando el verano reseca algunas hojas,
La ausencia y el pasado, los ecos que germinan
Caminos y refugios con árboles y sombras,
Y voces que saludan y largas despedidas:
            Los nombres de la gente que alguna vez nombré,
Los ojos que me vieron, sus bocas, sus sonrisas,
Las manos que toqué y el olor de su piel,
Su voz, su silueta se hicieron melodía.

            Y el estruendo convoca todo lo que perdimos,
Lo que ahora nos falta, lo que sólo es ausencia.
Los jardines de otoño tienen esos caprichos:
Desear que enmudezcan nuestras viejas sirenas…
            Sus canciones podrían quebrar un corazón,
Rompiendo sus tejidos, veloces como flechas.
Y ojalá el corazón no escuchara su voz
Tan peligrosamente, tan demasiado cerca.

            Inmóvil como un tronco anclado en sus raíces
A tantos a quien quise descubro en el concierto.
Estaban esperando, sin hojas, pero firmes,
El árbol y su música de ramas y recuerdos.
            La sonora memoria que fluye entre la savia
Pervive en las raíces heladas del invierno.
A veces es el cuerpo quien habita en el alma.
Ellos eran la música. Y la música es ellos.






2. VIVIR A PLAZOS

No se trata de malgastar la arena de los relojes
Ni deshacerse violentamente del canto del cuco;
Simplemente, pienso
Que tal vez hubiera sido preferible
Ocultar esos trinos bajo la alfombra
Y renunciar a algunos granos del pasado arenoso
Y obtener, a cambio del olvido,
Algún provecho de la experiencia.

Quizá no fuera mala idea, para empezar,
Romper el espejo,
O arrojar las queridas fotos en blanco y negro
Al foso del castillo, donde un niño
(cuesta decirlo) apocado, abstraído y torpe
Fabula un refugio entre las islas de Utopía y Nunca Jamás.
O crear, aunque fuera unos segundos,
Un rincón oculto a miradas indiscretas
En el zaguán del Expreso de Shangai,
El tren de la bruja en cuya terrible careta verde
Nació el temor a afrontar el futuro.

            Tampoco estaría mal, a ratos,
Jugar con los equívocos:
Ser yo o tú, o ambos a la vez o alternativamente,
Fingir haber nacido en el Río de la Plata
Para llamarnos de “vos” sin complejos
Y decir: “yo soy vos”, “vos y yo miramos el horizonte”
Y arrojarse a un mundo que quedó atrás,
Acompañar a un hidalgo de los de lanza en astillero
Y gobernar, como una casa en plena mudanza,
La Ínsula de Barataria.

            Tal vez es preferible
Vivir engañado algún tiempo,
Soportar dolorosas sorpresas por hechos consumados
Y no arrastrar una vida surcada de largas incertidumbres.
Y vivir a plazos,
Amar sin ser amado,
Con tal de no deber favores de por vida…
O ignorar hasta el propio nombre
Para no mentir cuando se firma un documento…

Y repeinar las últimas canas,
Palparse con la lengua las últimas muelas
E invertir los ojos volviendo, con la última mirada,
La pupila hacia las cuencas,
Vaciar, como en un viejo armario descerrajado,
Los rincones oscuros donde se ocultan
Cobardías, mentiras, errores y vergüenzas;
Librarlo de tendones, músculos, líquidos, células
Y mantener solamente los huesos
Nada más que por guardar la compostura.


            Y lavar la oquedad restante por dentro y por fuera,
Un cuerpo sin aristas y una memoria transparente,
Dejarse arrastrar, libre, por la gélida brisa,
Cruzar a nado la laguna
Y regresar, sin cicatrices, a la pira primitiva
Y evaporarse en el fuego
Sin envilecerlo.