1. LA MÚSICA Y EL ÁRBOL
Ahora vagamos por Bosques Soberanos (Emily Dickinson)
Un sonido inquietante se aposenta en
nosotros,
Es la
sombra de un ruido, fugaz como la brisa,
Como si
una amapola luciera en los escombros
De un
antiguo palacio rodeado de encinas.
Sabemos que esa música no entró por
los oídos
Ni
siquiera sabemos si tiene melodía
Más allá
de un acorde apenas intuido,
Hospedado
en un cuerpo como el fuego en la pira…
Recuerdo otros rumores más claros en
la huerta.
Entonces
conmovían. Quizá eran otros tiempos
Envueltos
entre nubes de trinos y trompetas.
Y entonces
lo escuché, y resonó por dentro.
Y aquel
sonido crece y se agitan sus ecos,
Que
recorren sin forma y sin pudor se adueñan
De hasta
el último poro que se oculta en el cuerpo.
Después, cuando el verano reseca
algunas hojas,
La
ausencia y el pasado, los ecos que germinan
Caminos y
refugios con árboles y sombras,
Y voces
que saludan y largas despedidas:
Los nombres de la gente que alguna
vez nombré,
Los ojos
que me vieron, sus bocas, sus sonrisas,
Las manos
que toqué y el olor de su piel,
Su voz, su
silueta se hicieron melodía.
Y el estruendo convoca todo lo que
perdimos,
Lo que
ahora nos falta, lo que sólo es ausencia.
Los
jardines de otoño tienen esos caprichos:
Desear que
enmudezcan nuestras viejas sirenas…
Sus canciones podrían quebrar un
corazón,
Rompiendo
sus tejidos, veloces como flechas.
Y ojalá el
corazón no escuchara su voz
Tan
peligrosamente, tan demasiado cerca.
Inmóvil como un tronco anclado en
sus raíces
A tantos a
quien quise descubro en el concierto.
Estaban
esperando, sin hojas, pero firmes,
El árbol y
su música de ramas y recuerdos.
La sonora memoria que fluye entre la
savia
Pervive en
las raíces heladas del invierno.
A veces es
el cuerpo quien habita en el alma.
Ellos eran
la música. Y la música es ellos.
2. VIVIR A PLAZOS
No se trata de
malgastar la arena de los relojes
Ni deshacerse violentamente del canto del
cuco;
Simplemente, pienso
Que tal vez hubiera sido preferible
Ocultar esos trinos bajo la alfombra
Y renunciar a algunos granos del pasado
arenoso
Algún provecho de la experiencia.
Quizá no fuera
mala idea, para empezar,
Romper el espejo,
O arrojar las queridas fotos en blanco y
negro
Al foso del castillo, donde un niño
(cuesta decirlo) apocado, abstraído y
torpe
Fabula un refugio entre las islas de
Utopía y Nunca Jamás.
O crear, aunque fuera unos segundos,
Un rincón oculto a miradas indiscretas
En el zaguán del Expreso de Shangai,
El tren de la bruja en cuya terrible
careta verde
Nació el temor a afrontar el futuro.
Tampoco
estaría mal, a ratos,
Jugar con los equívocos:
Ser yo o tú, o ambos a la vez o
alternativamente,
Fingir haber nacido en el Río de la Plata
Para llamarnos de “vos” sin complejos
Y decir: “yo soy vos”, “vos y yo miramos
el horizonte”
Y arrojarse a un mundo que quedó atrás,
Acompañar a un hidalgo de los de lanza en
astillero
Y gobernar, como una casa en plena
mudanza,
La Ínsula de Barataria.
Tal
vez es preferible
Vivir engañado algún tiempo,
Soportar dolorosas sorpresas por hechos
consumados
Y no arrastrar una vida surcada de largas
incertidumbres.
Y vivir a plazos,
Amar sin ser amado,
Con tal de no deber favores de por vida…
O ignorar hasta el propio nombre
Para no mentir cuando se firma un
documento…
Y repeinar las
últimas canas,
Palparse con la lengua las últimas muelas
E invertir los ojos volviendo, con la
última mirada,
La pupila hacia las cuencas,
Vaciar, como en un viejo armario
descerrajado,
Los rincones oscuros donde se ocultan
Cobardías, mentiras, errores y
vergüenzas;
Librarlo de tendones, músculos, líquidos,
células
Y mantener solamente los huesos
Nada más que por guardar la compostura.
Y
lavar la oquedad restante por dentro y por fuera,
Un cuerpo sin aristas y una memoria transparente,
Dejarse arrastrar, libre, por la gélida
brisa,
Cruzar a nado la laguna
Y regresar, sin cicatrices, a la pira
primitiva
Y evaporarse en el fuego
Sin envilecerlo.
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