viernes, 15 de agosto de 2014

PREGÓN.


Me propusieron escribir -y leer- el pregón de las fiestas de Migueláñez, el pueblo donde vivieron mis abuelos. Casi sin quererlo, el acto se convirtió para mí en un retorno a mi infancia. Ahí va:


PREGÓN

                En medio de la vieja península Ibérica, sobre un páramo alejado de todos los mares, hay una tierra amarilla y parda, achicharrada por el sol inclemente del verano. A lo lejos, al sur, se intuyen entre brumas las montañas, como una muralla mítica. Es la eterna Castilla, la reluciente y solitaria Castilla.
Un rosario de pueblecitos se confunde con el paisaje. El horizonte recorta las torres de las iglesias entre los tejados que las rodean y, de cerca, los caseríos envueltos en el polvo reseco del camino, parecen animarse por la marcha pausada de un tractor. En lo alto, un cielo intensamente azul casi hace daño a la vista. Son las llanuras despejadas entre el río Duero y la sierra del Guadarrama, recorridas por caminos, carreteras y cauces de riachuelos que dejan de correr tan pronto como acaba el deshielo.
Hace tiempo que el tren no se detiene en esta llanura amarilla. Desmontaron las raíles y travesaños, metal y madera, y dejaron los guijarros que sostenían las vías. Era un camino tortuoso ese que recorría el antiguo tren de Medina, entrelazado un buen trecho con el río Eresma, atravesando secarrales y pinares, puentes y túneles, arcillas y cardos. A su flanco derecho quedaron las viejas estaciones abandonadas, cargadas de melancolía y soledad para no desentonar con el resto del paisaje.
Más allá de las ruinas de las tejeras, las tierras de arcilla rojiza se contaminan de rocas negras y rugosas que afloran desde las entrañas de la tierra. Sobre un cerro se divisa una ruinosa ermita, con las paredes sujetándose en pie de milagro y el tejado en el mayor de los olvidos. Muy cerca, una airosa torre de ladrillo avisa de que ahí mismo hay un pueblo al que no llegaba el tren. El suelo se oscurece, hemos alcanzado la comarca gris de corazón de pizarra.
Pero hoy, como por arte de magia, el suelo ha vibrado de nuevo. Las vías del tren han vuelto a colocarse sobre el lecho de guijarros y rechinan otra vez, machacadas por los antiguos vagones. Pero la locomotora que los mueve es una máquina del tiempo, una moderna máquina del tiempo que deja a un niño en el andén de Ortigosa. A la puerta de la estación pasea un hombre delgado, con la cabeza protegida por una boina negra. Ha traído un carro tirado por una mula. El niño monta en el carro y el viaje se convierte en un sinvivir de baches.
En poco tiempo, llegan al pueblo de destino. Las calles sin asfaltar se abomban porque las rocas de pizarra brotan por cualquier parte, rugosas y negras como los buitres que se posan en San Isidro. Con el movimiento del vehículo, parece ir creciendo la torre de ladrillo, hasta que el hombre de la boina detiene al animal junto a las eras para que baje el niño. El abuelo carga el carro con arena y la vuelca a la puerta de casa; un montón de arena para revolcarse durante todo el verano es por sí mismo un parque de atracciones.
No es el primer verano que el niño viene al pueblo, pero aún siguen sorprendiéndole que las paredes exhiban impúdicas los bloques de pizarra con que fueron construidas. Además, los hombres van a todas partes con boina y chaqueta, las mujeres hablan a la puerta de casa con el mandil atado en la cintura y un pañuelo en la cabeza… Y los chicos pregonan sus méritos de guerra en la última batalla disputada contra el ejército de muchachos de Bernardos.
A diferencia de la ciudad, el niño piensa que las calles son breves y sinuosas, recortadas en infinidad de esquinas que crean la sensación de recorrer un laberinto. Para quien no conozca el pueblo, es difícil llegar a un lugar concreto a la primera. Por ejemplo, la plaza Mayor, en vez de ser el punto en que confluyen las calles, parece haber sido escondida para que los forasteros tengan que dar unas cuantas vueltas hasta encontrarla. Y eso que allí se concentran desde épocas inmemoriales los cuatro poderes del pueblo: la iglesia, el ayuntamiento, el casino y el frontón.
Otra diferencia que encuentra son las puertas, que están partidas en dos por una línea horizontal. En realidad, la parte de arriba casi siempre está abierta, solo protegida por una cortina para que no se caliente el pasillo de entrada. Cuando alguien viene de visita, da una voz, mete la mano para abrir el pestillo de la parte de abajo y entra sin esperar a que alguien conteste. Pero lo que más miedo le da al niño de ciudad es hacer de vientre cuando no tiene a mano una taza de váter, rodeado de gallinas voraces que picotean a su alrededor.
El verano transcurre en la cúpula transparente que detiene el paso del tiempo. A lo largo del día, el niño corretea, aprende a moverse por Peña Mora, asciende a la peña grande y bordea la cueva de la abubilla. Le mandan comprar el pan con una extraña vara llena de muescas y por la tarde merienda una rebanada de pan con chocolate. Un día va al cine para ver “Las campanas de Santa María”; toda la tarde esperando, pero la maldita máquina se negó a funcionar. Adiós cine, adiós chocolate...
Las eras se extienden detrás de la última casa. Como en un cuadro realista del siglo XIX,  una mujer monta en un trillo con el niño. Ni la mujer ni, mucho menos, el niño saben que es el último verano que pasarán juntos. Un cáncer detuvo para siempre a la abuela sobre el trigo y la paja  y a su temprana muerte acabaron mis veranos infantiles en Migueláñez. Pero yo sé que ella sigue allí, protegida por la cúpula, detrás del mulo, cabalgando conmigo sobre la madera curvada del trillo, como en una rudimentaria tabla de surf sobre un mar de piedras aplastadas.
Cada vez que vuelvo a Migueláñez encuentro las mismas calles retorcidas y un laberinto sigue protegiendo la Plaza Mayor. Ahora el asfalto cubre las piedras negras y el polvo; los hombres no llevan boina, las mujeres no se cubren con pañuelos y los pocos niños que quedan firmaron hace tiempo un tratado de paz con Bernardos. Pero todo lo demás sigue igual, como debe seguir todo igual en las tierras de Castilla, tan lejos del mar.
Eso sí, las calles resucitan y seguirán resucitando cada verano. Agosto sirve para eso, para reencontrarse, para vivir y revivir recuerdos de otros agostos bajo la cúpula del cielo azul, de esa luz que hace daño mirar, pero de la que no hay quien escape. También yo quedé encerrado bajo la misma cúpula que todo lo conserva en medio de piedras negras y rugosas, en casa de los abuelos, en el pueblo de corazón de pizarra. Con mi flequillo de cinco años, mis pantalones cortos y las rodillas magulladas de restregarme para subir a la peña grande.
Y como no podía ser menos, agosto llegó de nuevo lleno de magia. Gracias por haberme invitado. Contaremos los latidos acelerados del corazón de pizarra. Así que, como siempre… ¡Viva agosto! ¡Vivan las fiestas de la Virgen! y ¡Viva Migueláñez!